Un poco me lo contaron, otro poco lo vi. Mucho lo leí en papers y ensayos que me hicieron resonar, y otro tanto en las publicidades que interrumpen el videíto de YouTube. Pero lo cierto es que desde el 2020, los -llamémosles- rappitenders se multiplicaron.
Al menos, en mi ciudad fue así. No es que no existieran servicios de delivery antes de la pandemia. Pero eran distintos. Aunque también era distinto vivir con un marido tecnológico, trabajar a distancia, y no tener todos los días el terror frente a los ojos, en forma de trocito de tela que cubre la boca.
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Se estima que hay alrededor de 383 plataformas digitales de reparto en el mundo. Hasta el momento, solo tres llegaron a Mar del Plata, y apenas dos lograron perdurar: Pedidos Ya desde el 2018 y Rappi desde el 2019; Glovo no sobrevivió la crisis del coronavirus. Los que sí sobrevivieron fueron muchos trabajadores. Y aunque imagino que no todos, porque nadie sobrevive para siempre, sé que siguen ahí porque los veo: alrededor de una vez por semana, por alguna caminata breve entre correo y correo, paso por una de sus paradas de cabecera. Justo abajo de los arcos dorados.
También alrededor de una vez al mes, utilizo el servicio. Me regalo una rica comida en casa, costumbre que aprendí a aborrecer durante el encierro. Ahora me lo asigno como un premio, que uso a conciencia. Entonces, hubiera dado cualquier cosa por ser una de ellos. Una rappitendera. Cualquier cosa antes que esta cárcel llamada fase uno. Pero el contagio, tus privilegios, y pensar en los tuyos. Mejor no me anoto en la app y sigo trabajando en casa.
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En Europa, el servicio de trenes es el sueño hecho realidad de quien adore el movimiento. Cualquier viajero inexperto puede adquirir un pase que permite recorrer un país, tres países, o Europa completa. Para un Argentino que se embarca en la empresa de cruzar el charco, el precio es más que razonable. Si bien es caro, aporta flexibilidad, incontables combinaciones y promete una dosis de aventura; los tiempos de viaje admiten ahorrarse algún hospedaje, y la red ferroviaria es lo suficientemente completa como para llegar por cuenta propia a excursiones que suelen ser pagas. En suma, para un viaje jovial y exploratorio, conviene.
También en Europa, los rappitenders llegan a los pueblos. Es un trabajo común entre inmigrantes sudamericanos que quieren conocer la tierra de sus ancestros, hacer un dinero extra, o simplemente alejarse de casa. Recorren caminos de ciudades desconocidas en sus motos o bicicletas, le hacen los mandados a los residentes, juntan y siguen viaje. Algunos, también lo cuentan: y así lo sabemos aún estando a más de diez mil kilómetros de distancia.
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Durante la pandemia, los rappitenders se volvieron trabajadores esenciales. Mismo mote que se le adjudicó a los médicos, las enfermeras, los trabajadores de la prensa y la policía, por citar de memoria sólo algunos; aunque sólo los primeros recibieron aplausos sistemáticos, todos los días, el tiempo que duró el entusiasmo.
Incluso siendo esenciales, los rappitenders no llegaron a todos lados. En Mar del Plata aún hoy el radio de cobertura del servicio no supera por mucho el macrocentro. Una mamá padeciendo una enfermedad contagiosa puede recibir su comida favorita en un rappitender si vive cerca del shopping; algún café, si está por el estadio; o una torta de la vecina, si su calle no está asfaltada.
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Para las fases dos, tres y cuatro, ya había vuelto de a poco a la bicicleta y a andar sola por la calle de noche. Me daba menos miedo que antes, y sin dudas, menos miedo que las multitudes. Aunque en algunas noches frías, moviendo las piernas solo por gozar del privilegio de poder hacerlo, me he aferrado al barbijo y a no tener nada de valor en los bolsillos como única certeza para volver a casa. Algunas de esas noches, cruzarme con un rappitender me ha ayudado a respirar. Otras, pensar en el color de sus cajas no me dejó dormir.
No sé si en todos lados se vive igual. O mejor dicho: sé con bastante certeza que no en todos lados se vive igual. Pero lo cierto es que desde el 2020, los -llamémosles- rappitenders se multiplicaron. O que al menos, fueron distintos. Aunque también era distinto vivir con un marido tecnológico, trabajar a distancia, y no tener todos los días el terror frente a los ojos, en forma de trocito de tela que cubre la boca.
[este texto fue escrito en el marco de una capacitación sobre empleo del Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social de la Nación – 2023]